El tiempo pasa, para los planetas como para las cosas.
El martes pasado pasaba por una de las calles por las que más he tenido que ir. Allí, en una esquina, existía un edificio de ladrillo y granito con verjas en sus ventanas opacas y cámaras de seguridad en cada esquina.
En sí no significa nada excepto porque en él me pasé diez años de mi vida laboral.
Ahora se encontraba vacío, pero cada vez que pasaba me gustaba verlo, pues ahí me forme, disfruté y también lo pasé mal.
Conocí a un sin fin de personas que fueron pasando temporalmente por él. Lo bueno de eso es que al final conocí a gente que valía la pena personal como laboralmente. Gente con la que aún ahora, después de pasar caí tres años de separarnos, sigo teniendo contacto con ellos.
Pues ese martes ya nombrado, después de dejar a Satélite en su nueva etapa escolar, volví a pasar por allí.
La sorpresa fue mayúscula cuando, como si fuera una máquina venida de otro planeta, una mordaza iba mordiendo poco a poco las paredes de aquel edificio vacío. Mi pie se posó repentinamente en el freno del torpedo rojo parando en seco.
Como si de una película se tratase me empezaron a pasar por la mente recuerdos infinitos de esa vida pasada en aquel esqueleto de hormigón.
Aparqué a torpedo y me quedé mirando como esa boca hambrienta iba poco a poco comiéndose esas paredes que tantas historias guardaban.
Al volver al cabo de unas horas lo único que quedaba eran escombros y polvo, dejando un hueco muy grande, tanto en la calle como en mis recuerdos.
Día 87. Año 0.
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