La habitación de un hotel, de un hostal, hasta el salón de plenos de un gache cualquiera
en penumbra por el sol de justicia de una tarde de verano, cualquier
sitio es bueno siempre que exista una silla para poder colocar el
vestido de torear. Allí, cual galán, descansa la chaquetilla tabaco y
oro, el chaleco y la camisa blanca. En el asiento, sobre la taleguilla
de la que cuelgan cuidadosamente los machos, fieles testigos del miedo,
reposa la montera que guarda, sigilosamente, las medias de seda rosa, la
castañeta, los tirantes, el fajín y el corbatín, conjuntando con los
golpes y alamares.
Mientras, susurra bajito la misma canción: "Niño,
sube a la suite dos anisettes, que, hoy, vamos a perder los alamares de
purísima y oro, Manolete, cuadra al toro, en la plaza de Linares. Un capote de paseo esconde el miedo.
El
matador descansa. Él va y viene. Fuma un cigarrillo. Echa el humo
despacio. La mirada perdida. Piensa. Cavila. Repasa. Todo preparado.
Queda una corta espera. Suena el reloj: Maestro, la hora.
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Hace tiempo un amigo y maestro escribió éste relato taurino. El quedó finalista y yo emocionado.
Día 127. Año 0.